Por Raul Mejia Santos
La victoria desprevenida de Donald Trump resultó un fenómeno poco usual. La mesura y exhibiciones de asertividad política no fueron motivaciones para el Presidente- electo, su trato brusco y fanfarrón atrajo una masa electoral inactiva, pasiva, que sentía su exclusión del proceso político bajo la sombra de un líder como el actual Presidente, de raíces humildes pero afro-americanas.
Estados Unidos sigue siendo un país netamente anglosajón, que se resiste a la idea de una sociedad heterogénea. Los medios tradicionales de noticias, análisis y comentarios políticos dieron a Trump por perdedor, pero su olfato percibió las inquietudes de la masa que le respaldaba y lo llevó por la ruta de la victoria en el Colegio Electoral, alcanzando el número mágico de 270 electores en el conjunto de estados que le respaldó.
No perdamos de vista que el voto popular no es decisivo a la hora de escoger a un Presidente norteamericano. Es el sistema electoral divisado en la Constitución de 1787 que determina quien se alza con la Casa Blanca.
La discrepancia entre el voto emitido por cada elector y la puntuación de dicho sistema quedó evidenciado cuando el pasado 8 de Noviembre la candidata demócrata sacó cerca de trecientos mil votos más que el Presidente- electo.
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Segmentos completos de la población anglosajona se resisten a digerir que la diversidad racial, étnica e ideológica en ese país es un atributo sinónimo de los tiempos. Estados Unidos retrocede, los logros de años de lucha social se ven amenazados por lo que aparenta ser una oleada que impide la inclusión, armonía y tolerancia.
La retórica anti-inmigrante, machista, homofóbica y de abierto desprecio hacia los musulmanes lleva a la nación más poderosa del mundo por los caminos de la confrontación y el estallido social.
Las raíces supremacistas blancas florecen en las regiones rurales que han visto el deterioro económico de los últimos treinta años. Fue esa población que más entusiasmo exhibió por la candidatura del Presidente- electo, quien maniobró durante la campaña para atraer ese voto con promesas de revertir los beneficios contributivos que recibe el empresariado al instalar operaciones en países asiáticos.
La clase política es un peón cualquiera del capitalismo salvaje, desmantelando la capacidad industrial estadounidense a expensas de la calidad de vida de miles de obreros, mayormente anglosajones.
Ese rechazo a los políticos tradicionales vertió el voto en contra de los demócratas, quienes gobiernan dos periodos consecutivos gracias a la coalición forjada entre comunidades minoritarias, religiosas y empresariales con los oligarcas de ese partido. Donald Trump tiene un mandato claro, con las Cámaras Legislativas a su favor será difícil hacerle oposición a su agenda de gobierno.
El legado del Presidente Barack Hussein Obama, uno de los pocos intelectuales que ha gobernado ese país, corre peligro de desaparecer ante los avances de un sector que viene a imponerse, sin medir el costo social que implica esa decisión.
