Donald Trump ha entrado en aguas peligrosas. Su incapacidad para distinguir los límites se ha vuelto una amenaza mayor para su mandato. El último ejemplo ha sido el explosivo descubrimiento, revelado hoy por The New York Times, de que el presidente pidió al director del FBI, James Comey, que cerrase la investigación sobre el antiguo consejero de Seguridad Nacional, Michael Flynn, uno de los personajes más oscuros de la trama rusa y cuya conducta está siendo revisada por el Comité de Inteligencia del Senado.
La insólita presión fue ejercida en el Despacho Oval el 14 de febrero pasado. Ocurrió al día siguiente de que el teniente general Flynn, después de sólo 24 días en el puesto, fuese destituido por haber mentido sobre sus conversaciones con el embajador ruso en Washington, Sergéi Kislyak.
Tras una reunión sobre cuestiones de seguridad con otros altos cargos, Trump pidió quedarse a solas con el director del FBI. Cara a cara, el presidente empezó quejándose de las filtraciones y de la inacción de la agencia a la hora de detener a sus causantes. Incluso, según los medios estadounidenses, llegó a expresar su deseo de ver detenido a algún periodista. Aclarada su posición, el republicano saltó a la yugular.
“Espero que puedas ver la forma de dejar esto pasar, de dejar pasar lo de Flynn. Es buen tipo. Espero que le puedas dejar ir”, le dijo el presidente.
Comey guardó silencio y sólo comentó: “Estoy de acuerdo en que es un buen tipo”.
La reconstrucción figura en una nota que el director del FBI redactó al día siguiente de la reunión. Comey, como ha sido práctica suya desde hace décadas, elaboró un memorándum privado por cada conversación (telefónica o presencial) que mantuvo con el presidente. Luego, además, las comentó con su equipo. En este caso, concluyeron que el presidente había intentado influir en la investigación de la trama rusa, pero decidieron mantenerlo en secreto para no afectar las pesquisas.
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Esta solicitud podría ser rechazada por el Departamento de Justicia para aquel material que se considere clasificado o sensible para la investigación. Pero una negativa total es difícil. No sólo sería de dudosa legalidad, sino que desataría una gigantesca crisis política. Y desde luego no cerraría el paso a nuevas filtraciones. La bomba, por tanto, está servida. Y si se demuestra que Trump, como entendió Comey, quiso alterar una investigación federal, podría derivarse un cargo de obstrucción. La base de una impugnación presidencial. La madre de todas las crisis. Se trata de una posibilidad aún remota, sobre todo, porque este procedimiento requiere de mayoría en las Cámaras y hasta ahora los republicanos se han cerrado en banda. Pero las primeras fisuras están apareciendo. “Este escándalo está alcanzando el tamaño y la escala del Watergate”, afirmó el senador republicano y antiguo candidato presidencial John McCain.
La Casa Blanca, por su parte, se limitó a emitir un comunicado escueto e insistir en que jamás hubo presión alguna por parte de Trump. “No es un retrato verdadero ni preciso de la conversación entre el presidente y Comey”, sostiene el desmentido oficial.
Otro factor que juega contra Trump es su propia desmesura. Esos excesos verbales y gestuales en los que incurre al tratar a quienes declara enemigos y que resultaron especialmente virulentos con Comey, un hombre torpe en el terreno político, pero escrupuloso y enormemente respetado por sus agentes. La relación entre ambos saltó por los aires el martes de la semana pasada. El republicano, harto de “esa cosa de Rusia”, le destituyó a cajas destempladas, le llamó “fanfarrón” y vapuleó en público su trabajo. Pese a las alharacas, el despido se interpretó como un ataque a la línea de flotación de las investigaciones sobre la trama rusa, el expediente más espinoso del FBI y que, bajo la férrea dirección de Comey, intentaba determinar si el equipo electoral de Trump se coordinó con el Kremlin en la campaña que sufrió Hillary Clinton.
Tras su despido, el director del FBI guardó silencio. Por poco tiempo. Ante los ataques cada vez mayores de Trump hacia su gestión y su persona, contestó el jueves pasado filtrando una cena celebrada el 27 de febrero en la Casa Blanca. En esa cita privada, el presidente le había exigido lealtad. “Seré honesto”, fue la contestación. Una respuesta a la que Comey, según sus allegados, atribuye parte de su caída en desgracia.
Esta reconstrucción, enfureció a Trump, quien el viernes montó en cólera y por Twitter amenazó al despedido para que callara: “Será mejor para Comey que no haya grabaciones de nuestras conversaciones antes de que empiece a filtrar a la prensa”.
Comey pareció tomar nota y desistió de declarar ante el Comité de Inteligencia del Senado. Pero hoy volvió a la luz. Con un nuevo escándalo. Y aún quedan más notas. La verdadera tormenta ha empezado.