Murió este lunes a los 83 años el que fuera hombre fuerte de Panamá, como lo han hecho pocos dictadores latinoamericanos del pasado siglo: apestado en su país, condenado por la justicia y después de pasar casi tres décadas en distintas prisiones. Solo le salvó de morir en la cárcel el tumor cerebral que le obligó a ser tratado las últimas semanas de vida en un hospital de Ciudad de Panamá.
Han pasado más de 27 años de la última imagen de aparente dignidad que se le recuerda a Noriega: el día en que, vestido con su uniforme militar, bajo el que gobernó de facto Panamá durante seis interminables años (1983-1989), se entregó a las tropas de Estados Unidos, su otrora aliado, después de la invasión que causó la muerte de miles de personas. Desde aquel día, 3 de enero de 1990, el rastro que ha quedado de Noriega ha sido el de su periplo carcelario en Estados Unidos, Francia y Panamá, tres décadas en las que su imagen se ha ido deteriorando, no así el legado macabro que arrastró en su país. “Muerte de Manuel A. Noriega cierra un capítulo de nuestra historia; sus hijas y sus familiares merecen un sepelio en paz”, ha tuiteado el actual presidente de Panamá, Juan Carlos Varela, al conocerse la noticia.
Férreo militar amparado por la CIA desde los años cincuenta –el director de la agencia en el año de su detención, Bill Casey, se refería a él como ‘”He´s my boy” [“este es mi chico”]- Noriega devino en un autócrata gracias a su habilidad por contentar tanto a Estados Unidos, especialmente a la agencia de inteligencia, como al mismo tiempo saber relacionarse con la Cuba castrista, la Nicaragua del Daniel Ortega sandinista o Pablo Escobar y su cartel de Medellín, cuyos miembros campaban a sus anchas por la vecina Panamá. Los vínculos con el narcotráfico fueron su condena en Estados Unidos.
Noriega escaló dentro de las fuerzas militares panameñas hasta llegar a lo más alto, desde donde apoyó al general Omar Torrijos, fallecido en un misterioso accidente de avión en 1981. A partir de entonces, Noriega, como jefe de los servicios de seguridad e inteligencia, se convirtió en el hombre fuerte de Panamá, el sobrenombre con el que se le conoció.
Por aquella época, Panamá se había convertido en una pieza clave para Estados Unidos en el tablero político latinoamericano, con la consolidación de la Revolución Cubana y el surgimiento de guerrillas en Centroamérica y Sudamérica. Mientras suministraba todo tipo de apoyo a EE UU para la contrainsurgencia, Noriega sumía a Panamá en una crisis económica, política y social como no se había visto hasta entonces. Aquellos que trataron de alzar la voz contra él fueron aniquilados, caso del opositor Hugo Spadafora, quien fue hallado decapitado en 1985.
La suerte del dictador panameño se fue al traste cuando Estados Unidos comprobó que Noriega no solo era su aliado, sino también del narco. Si la CIA aún lo veía con buenos ojos, la DEA, la agencia antidroga, se inclinaba por todo lo contrario. En 1988, el general panameño fue acusado en un tribunal de Estados Unidos de tráfico de drogas. Un año después, en diciembre de 1989, tras unas fraudulentas elecciones y un intento fallido de golpe de Estado, el presidente George Bush dio la orden de comenzar el bombardeo contra Panamá, la conocida como Operación Causa Justa, para tratar de capturar a Noriega. Este se entregó el 3 de enero de 1990.
En 1992, Noriega fue condenado en Estados Unidos a 40 años de prisión, pena que le fue reducida a 30 —mientras seguía recluido con privilegios que no tenían otros reos— y después aún más por buena conducta. En abril de 2010 fue extraditado a Francia, donde fue condenado por blanquear dinero del narcotráfico. Un año después, Estados Unidos aprobó que fuese extraditado a Panamá, donde había sido condenado previamente en ausencia a 20 años por su implicación el asesinato de Spadafora.
El dictador panameño permanecía desde marzo en cuidados intensivos en estado crítico tras ser sometido a dos operaciones en menos de ocho horas y después de sufrir una hemorragia cerebral, según explicaron entonces su abogado y sus hijas. Meses después de ser extraditado desde Francia en 2011, se desveló que Noriega padecía un tumor cerebral. Los médicos aseguraron que esa masa en el cerebro creció. No obstante, hubo quien, como su antaño aliado, el exgeneral de la guardia nacional Rubén Darío, aseguró que la salud del autócrata panameño se había ido deteriorando pero que la “realidad había sido inflada” para conseguir su excarcelación. Noriega, como tantos otros dictadores latinoamericanos, quería morir en libertad. No lo logró.
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