Por Augusto Manzanal Ciancaglini Politólogo
Los principales líderes del mundo se dieron cita en la Cumbre del G20 de Hamburgo y reflejaron el decreciente nivel de carisma de la clase política global, lo cual queda confirmado por la ostensible ausencia de personalidades extraordinarias.
La anfitriona, la incombustible Angela Merkel, sigue tan comedida en su elocuencia como en sus gestos políticos, mientras que la esperada reunión entre Donald Trump y Vladímir Putin no fue más que el encuentro de un magnate adicto a la verborrea con un inexpresivo ex agente de la KGB; el primero se muestra totalmente inexperto en el campo de la geopolítica, y el segundo, en esa perpetua e inalcanzable aspiración rusa de convertirse en el hegemón, continúa desperdiciado una inigualable oportunidad de por fin democratizar Rusia.
Por su parte, Xi Jinping hace exactamente lo que China espera de él, ni más ni menos, y el trío latinoamericano conformado por Mauricio Macri, Michel Temer y Enrique Peña Nieto parece salido más de una conferencia empresarial que de un foro de Estados.
La imagen de Europa se completa con un premier italiano, Paolo Gentiloni, que parece estar simplemente cuidándole el puesto a Matteo Renzi, al mismo tiempo que con la imitación deslucida de Margaret Thatcher que interpreta Theresa May y con el monolingüe Mariano Rajoy deambulando solitariamente. Aunque la Unión Europea contó con la dupla formada por Jean-Claude Juncker y Donald Tusk, reeditando la de José Manuel Durão Barroso y Herman Van Rompuy, en tanto uno gozaba de una mínima capacidad de búsqueda de consenso y el otro aparecía siempre en un segundo plano como un opaco asistente.
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A priori brotan dos excepciones: Justin Trudeau y Emmanuel Macron, si bien su cosmopolita y jovial frescura necesita un amplio recorrido para desprenderse de la mera postura; Macron ya ha dado señales de ser un pragmático animal político con claras intenciones: ve más allá de la personalidad y las competencias de Donald Trump, y se presenta como su principal interlocutor europeo; en vez de enfangarse en las desavenencias ideológicas, utiliza el poder estadounidense y las debilidades de su presidente para reclamar el liderazgo de Europa.
Ante la huida británica y con una Alemania que, pese a su gigantismo económico, todavía no se desprende totalmente de su enanismo político, emerge una oportunidad para Europa y para Francia, país que, además de mantener una vocación de potencia militar, queda como el único miembro de la Unión Europea con asiento permanente en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
Con los movimientos de Macron aún por verse, si la falta de carisma del resto significara que el mundo de hoy tiene facilitadores o enlaces profesionales en lugar de caudillos empeñados a quedar incrustados en la historia, esto sería una buena noticia. Sin embargo, asoma la sensación de que verdaderamente el G20 no ha mostrado ni lo uno ni lo otro, sino que el elenco de líderes mundiales más gris de los últimos tiempos.
Entre la sobria gestión del Primer Ministro de los Países Bajos, Mark Rutte, y la visión global de Emmanuel Macron, surge, ni gris ni iluminado, el líder que se necesita hoy.