Por Raúl Mejía Santos
La realidad de los dominicanos en Puerto Rico es distinta a otros lugares de la diáspora. Mientras nuestros compueblanos se insertan en los quehaceres sociales, políticos y económicos de puntos geográficos tales como Nueva York, Lawrence o Miami, el dominicano en Puerto Rico vive otra apesadumbrada y cruda historia.
Aparentamos vivir detrás de la cortina, a escondidas, con pocas esperanzas de salir y marcar con firmeza nuestra presencia en la “Isla del Encanto”. Hemos emigrado cargados de sueños, ilusiones y la expectativa de una mejor calidad de vida.
Cuidado con malinterpretar lo planteado. Siento orgullo por la identidad que me cobija y más por los nuestros, gente humilde y emprendedora no importa la circunstancia. Enarbolar la bandera nacional en playas ajenas nos caracteriza en cada expresión cotidiana de la vida, desplegando la alegría que llevamos por dentro.
Los dominicanos somos trabajadores, gente humilde, que vive al son de una romántica y melodiosa bachata o un contagioso merengue ochentoso. A pesar de ser la comunidad inmigrante más numerosa en Puerto Rico, no hemos trascendido como colectivo en otros lugares.
Ahí está la ciudad de los rascacielos, Nueva york. Allí hemos logrado nuestro espacio; hemos cimentado las bases como una comunidad fuerte y dinámica en el plano cívico, económico y político. Los dominicanos en Nueva York somos una fuerza a considerar.
Se nota el activismo, lo bien que se organizan los nuestros. En ocasiones nos manifestamos en el campo atlético, con juegos vecinales de softball o baloncesto. El sector de Corona, Queens, me viene a la memoria. Son frecuentes los torneos barriales auspiciados por el Club Hermanos Unidos, netamente criollo desde su fundación.
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Volviendo a Puerto Rico, la crisis económica y fiscal de los últimos años ha tenido un impacto importante en la comunidad dominicana, considerando que muchos solían ganarse el sustento en la construcción inmobiliaria y el comercio, renglones de la economía formal en franco descenso hace una década.
La poca formación académica de muchos compueblanos limita sus oportunidades de empleo en la isla, viéndose obligados a recurrir a la informalidad o a labores que les devenga una baja remuneración. Arrastran desde nuestro país esa experiencia de escasez y pobreza material, frustrando aspiraciones de escalar la sociedad que les acogió.
En el campo profesional tenemos avances considerables, no podemos equivocarnos. Contamos con excelentes profesionales de la salud, por ejemplo, que brillan en el ejercicio de la profesión. Periodistas, abogados, pedagogos, profesores universitarios y hasta funcionarios públicos de origen dominicano se destacan a diario con su esfuerzo y trabajo.
Aunque eso distingue a la comunidad dominicana en Puerto Rico, sin lugar a dudas, la tirantez y el sectarismo es otra cara de la moneda. Los dominicanos vivimos divididos, acuartelados, no nos organizamos y poco nos importa insertarnos en la vida cívica de la isla.
Por eso resulta infructuoso articular una voz contra el trato xenófobo que nos dispensan algunos puertorriqueños, quienes visualizan al dominicano como invasor, o gente de segunda. Debo admitir que estos casos son la excepción, la gran mayoría acoge y valora nuestra presencia.
Ideal será cuando la comunidad dominicana en la amada tierra de Hostos aprenda a sumar y aunar esfuerzos; en vez de dividir, opacar o frustrar aspiraciones de quienes desean trabajar los temas y necesidades apremiantes de los nuestros.
Así trazaremos una ruta en común, con el orgullo patrio que nos distingue. República Dominicana y Puerto Rico son pueblos que comparten una tradición antillana marcada por un idioma en común, una historia casi idéntica. Seguiremos el camino de la hermandad siempre.