Por Raúl Mejía Santos
Adolfo Hitler, nefasta figura de la historia contemporánea y austriaco de nacimiento, hundió al pueblo alemán en una guerra fratricida con el mundo. Su desmedida ambición tuvo un alto precio humano, el genocidio que provocó el Führer no tiene comparativo. Logró industrializar la muerte de quienes no merecían su agrado, ni simpatía.
La swastika fue su temida insignia, sembrando el terror por cada rincón donde marcharon los carruajes Panzer, arma letal y temida por el enemigo. El símbolo indoeuropeo de la antigüedad ondeó libre y soberano con grandeza y orgullo hasta que la suerte le jugó una mala partida.
La mortífera maquinaria tuvo sus inicios en la organización del Nacionalismo Socialista como una expresión política genuina dentro de las circunstancias acaecidas tras concluir la Primera Gran Guerra en 1918. El escenario humillante y desconsolador del Tratado de Versalles, impuesto a los alemanes por los países aliados, fue la pieza necesaria para que un pueblo se desbordara a favor de una política extrema y demente, buscando nueva vez el poderío de lo que fue una potencia europea al inicio del siglo XX.
Al filo de 1933 el partido Nacionalsocialista, o Nazi, se había posicionado en el poder buscando dar riendas sueltas a las ambiciones expansionistas del nuevo Canciller, Adolfo Hitler, y los degenerados que formaban la cúpula de esa organización de bandidos con causa.
Joseph Goebbels, genio detrás de la propaganda del régimen, fue pieza clave para legitimar el antisemitismo colectivo que le dio vida al Holocausto más adelante, por ejemplo. Excluir y denigrar a los alemanes que profesaban la fe judía buscaba deshumanizar un segmento importante de la población, para luego esclavizarlos a favor del aparato militar nacional y librar la guerra a medio mundo.
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Esa población judía, en su mayoría clase acomodada de tradición y gustos finos, no tuvo salvaguarda ante la embestida del estado promulgando la superioridad y pureza racial como estandarte de la nueva nación ariana, los favorecidos por designio divino para eventualmente dominar el mundo.
Usarlos como chivo expiatorio fue un plan bien ingeniado, pero siniestro desde su concepción. Sentenciaron sumariamente a millones de personas, desterrando hasta los indicios del judaísmo en la Europa de la época.
Franklin Roosevelt se prestó para negociar con Hitler a pesar de los informes existentes detallando las atrocidades y excesos de su gobierno. No hubo reparo en dar la bienvenida al capital alemán en casas financieras y corretaje de Wall Street. La bonanza de la maquinaria industrial Nazi fue invertida en Estados Unidos, porque allí simpatizaban con ellos y brindaban las garantías necesarias.
IBM, por ejemplo, negoció un pacto con Alemania proveyéndoles la tecnología requerida para procesar extensos bancos de datos. Así identificaron y clasificaron con facilidad a los judíos en todas las ciudades europeas que sucumbieron al ejército alemán, para luego enviarlos a los campos de concentración y exterminio.
Mucho han comentado sobre el Schutzstaffel, o SS. El cuerpo paramilitar del partido jugó un papel importante cuando estalló la guerra en septiembre de 1939, con la invasión de Polonia. Protegían al Führer, pero además administraban los campos de concentración y exterminio con una precisión aterradora. En Treblinka erigieron una cámara de gas industrial con un crematorio anexo donde murieron más de 700 mil personas, entre ellos judíos, gitanos y prisioneros de guerra.
Cuando los campos no daban a vasto organizaron escuadrones “relámpago”, encargándose de fusilar en masa poblaciones completas en la ruralia de países intervenidos. Hoy siguen apareciendo fosas comunes, evidenciando el horror que vivió el mundo con la Alemania Nazi