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La vida de los Gómez discurriría tranquilamente: Doña Luisa Martínez, envejeciendo en la casa de Aura; Miriam con su corneado marido y sus dos hijos, con un viaje pendiente a Madrid; y en Los Hidalgos, Pitágoras y Aura continuando su faena de cada día, manejando sus negocios y atentos a los rumores y chismes; pero decididos también a gestar otro hijo, pues ansiaban un varón en el hogar; conviniendo en prescindir del programa de planificación que iniciaron al nacer Charo, una niña especial, una excepción genética: torpe y deficiente desde que vino al mundo; ocupando demasiado tiempo de sus padres a su paso por la escuela primaria, debido a su cuestionada inteligencia, su lento aprendizaje y flojedad proverbial, lo cual motivó que se instruyera a regañadientes, desenvolviéndose a duras penas por el tesón de su tía Miriam en alfabetizarla antes de irse a España; aunque fue inevitable además ponerla bajo tratamiento psicológico, por su inexplicable desgano en aprender, aun proviniendo de padres inteligentes y hábiles.
Aura se embarazó por segunda ocasión, cinco años después de nacer Charo; en la temporada del estío, cuando el servicio nacional de meteorología anunciaba la proximidad del tiempo ciclónico y aún las hojas de los árboles caían amarillentas y secas en la tierra. Su preñez fue un episodio de esperanza, porque se tenía mucha ilusión en un hijo varón, el bebé tantas veces proclamado y codiciado.
Y para bien de su salud, contrario a lo ocurrido en su anterior embarazo, el proceso de gestación pasaría de manera tranquila, culminando en un alumbramiento sin dolor ni cesárea que se produjo una tarde del mes de abril, cuando las flores se tiñeron de hermosos colores y se combinaron con las aves para configurar una primavera de belleza indescriptible, aunque con un lunar de inusuales goterones cristalinos; en lo que fue una lluvia sorprendente que cayó de manera providencial la tarde del nacimiento, reanimando la vegetación.
Pero toda cosa buena trae sus cosas malas, porque se interrumpió el servicio eléctrico, originándose algunos daños a los vehículos en marcha, así como una inundación repentina en el intrincado camino que conducía al área del evento, donde estaba el hospital infantil regional. En medio de ese cuadro panorámico fue que nació Jacqueline, la segunda hija del matrimonio: una niña rolliza, de diez libras de peso, colorada y con abundante cabellera, que vio la luz saturada por la estima de la familia, postergando el patrocinio colectivo del suspirado hijo varón. Aura la meció dulcemente, la sostuvo con fuerza y se la echó al hombro, exclamando:
“¡Salve Reina! ¡Gracias Señor por concedernos la felicidad de esta linda y fuerte chiquitina!”
“¡Salve Reina! ¡Gracias Señor por concedernos la felicidad de esta linda y fuerte chiquitina!”
Jacqueline crecería al lado de Charo con mucha rapidez, pero sin poder evitar contagiarse de sarampión y varicela, de mal de orina y alteraciones de la piel, como pasó con todos los chiquillos de la región.
La dermatitis le ocasionó largas horas de angustias; pero sin embargo, tuvo una adolescencia venturosa, realizando muchas actividades deportivas y de recreo, en un ambiente familiar inmejorable y con una divina gastronomía, animada por la buena y variada música de una época en que confluyeron los ritmos contemporáneos más trascendentes en las voces de Raphael, Paul McCartney, Julio Iglesias, Elvis Presley, Leo Dan, Elton John, Leonardo Favio, Donna Summer, Palito Ortega, Celia Cruz, Ismael Rivera, Fausto Rey, Gloria Stefan, Angelita Carrasco, Camilo Sesto, Stevie Wonder, Luis Miguel, Selene, Enrique Iglesias, Jennifer López, Fernadito Villalona, Marc Anthony, Johnny Ventura, Wilfrido Vargas, Juan Luis Guerra, Anthony Santos y Romeo Santos.
Charo y Jacqueline crecieron felices en una época en que se idealizaron las figuras actorales de Marlon Brando, Sylvester Stallone, Meryl Streep, Al Pacino, Robin Williams, Robert de Niro, Jack Nicholson Tom Hanks, Glenn Close, Angeline Jolie, Brat Pitt, Sharon Stone, Antonio Banderas y Rachel McAdams, y cuando la imagen de Marilyn Monroe, con la falda levantada por el viento simulado; y la del Che Guevara, con la boina de guerrillero y la mirada soñadora, ocuparon el pensamiento y el sentimiento de innumerables jóvenes ilusos antes de que irrumpiera en el escenario social un tercer milenio con la increíble tesis del fin de la historia, que abrió las vías al neoliberalismo y a la práctica fundamentalista, engendrando discordias y conflictos étnicos, y creando incertidumbre y pesimismo en relación al destino final de la vida.
Cuando Charo Gómez cumplió sus cinco añales, Aura y su marido se radicaron en Santo Domingo, reencontrándose con Luisa, luego de unos años distanciadas; pero aún fijos en la casa capitalina de la suegra, convertirían a la ciudad de Luperón en un segundo hogar, por los compromisos de negocios en el ramo inmobiliario que ambos poseían. Pitágoras era propietario de empresas turísticas y su oficina de trabajo estaba en aquel lugar de la región norte, de donde había realizado una oportuna inversión que apuntaló su prosperidad en el incipiente sector del turismo, en un tiempo en que aún no había prendido la visión turística del extinto profesor Ángel Miolán, quien fue el primer dominicano en predicar temprano las bondades del turismo y en sentar la base para construir lo que él denominaba la “industria sin chimenea”, un proyecto que desarrollaría un empresario progresista de nombre Frank Rainieri, en un sitio del Este llamado Punta Cana.
Con la confianza puesta en el porvenir del turismo, la pareja Gómez Collado fundó en la bahía de Luperón un complejo hotelero, imaginado como un maravilloso refugio de vacacionistas amantes del deporte y el recreo en 500 metros de playa privada y aguas cristalinas; compuesto por 30 lujosas villas de dos pisos y 150 habitaciones, más casino, discotecas, pistas de tenis, mesas de ping pong, parque acuático y gimnasios, así como tres decenas de moteles en un área donde llegaba el rumor del mar y se podía sentir en el cuerpo el masaje de las olas.
El matrimonio trabajó sin descanso en los primeros días en esa increíble bahía, considerada como un escenario natural y paradisíaco para productores de cine y fotógrafos artísticos profesionales que tuvieren la aspiración de sacarle partido a la naturaleza; pero como era de esperarse, la fatiga hizo estragos en el cuerpo de Aura, ocasionándole un angustioso dolor de cabeza y un cansancio desconsolador, teniendo que buscar apoyo en un médico amigo, que la internó unos días en una clínica de la región, donde los análisis que le hicieron indicaron que estaba en el tercer mes de embarazo; esta vez portando en la panza una criatura…posiblemente ahí estaba el ansiado varón, al que se le adelantó el nombre de Fausto Gómez.
Una noche de abril, cuando la gente recordaba casualmente las sublevaciones armadas y pobladas de otra época, salió desde el vientre de Aura un estallido de angustia, un chirrido de dolor y un fuerte impacto que derrumbó la puerta de su abdomen, abriéndole una vieja cicatriz de cesárea; rascándole el útero, en una eclosión anunciadora del brote de un ser humano que se cobijó y desarrolló en su matriz; era Fausto Gómez Collado, un bebé moreno, con ojos negros achinados, melena encrespada y peso raquítico.
Con su nacimiento se completó la felicidad de la familia, siendo el niño bautizado por el obispo de la diócesis de Santiago, en una ceremonia religiosa que precedió la conmemoración del primer aniversario de su cumpleaños; un acontecimiento memorable realizado en el área de fiestas del hotel de la bahía, amenizado por una orquesta juvenil, al que acudieron unos sesenta niños vecinos del lugar y parientes cercanos -entre ellos los hijos menores de Miriam Gómez-, que compartieron cada momento de esa animada y recreativa festividad, en medio de grandes aplausos al festejado, después que éste apagó la velita azul instalada en el hermoso pastel colocado por su madre en la recepción, e hizo el corte esperado para dar paso al paladeo voraz y gustoso de los chicos.
Los mayores toleraron y celebraron con vivas y gritos las travesuras de los chiquillos; sus ademanes y expresiones fueron de contentura y placer, de modo que ese cumpleaños sería recordado como uno de los más hermosos espectáculos de la región, en donde surgió una inmensidad de anécdotas sobre cada detalle, desde que se cortó la primera ración del pudín y uno de los animadores improvisó un sorteo a mano levantada para determinar cuáles de los chicos obtendrían los premios rifados; y se mostró además, la vistosidad de la escenografía y de los costosos trajes de gala usados por los niños; así como el acto de aventamiento sin cesar de vejigas; el lance continuo de explosivos artificiales, y el canto de la multitud, con un gran despliegue de energías al entonarse la canción dominicana “Por Amor”, del maestro Rafael Solano, interpretada por Niní Cáffaro, que los niños también aplaudieron delirantes y gozosos.
El tiempo pasó rápido, apresurando la madurez de Aura Collado de Gómez, que a los 39 años de edad lucía una figura reluciente y lozana en la intensa armonía del hogar junto a su esposo querido y sus hijos. Charo, la mayor, de 22 años, corrigió bastante su retardo intelectivo de cuna, y aunque le fue imposible llegar a la secundaria, recibió la instrucción esencial para administrar con aptitud un hogar, auxiliándose en la gracia de su cuerpo y en un don natural de precaución que encantaba a la gente y fue un referente comprobatorio de la utilidad del refrán: “Mujer precavida vale por dos.” Ella, con su prudencia y jovialidad, se agenció un escudo de protección que le ayudó a lidiar con los hombres, acopiando incontables enamorados, con especial atención un nacional italiano que a poco de conocerla, se enamoró de ella, y le pidió matrimonio.
De su lado, Jacqueline, con 19 años y estudiante de ingeniería civil, fue en su adolescencia una chica facilona en el sexo, con varias aventuras inútiles e irritantes y un embarazo indeseado, evadido por el novio en términos de compromiso, siendo Fausto, su hermano, aun adolescente, instruido por su madre para asumir la paternidad; transformándose mediante un cambalache familiar, en el padre de la naciente criatura, declarada en una oficialía civil de Santo Domingo con el nombre de Yudelka Gómez Batista, quien fue inscrita como hija suya y de su novia (y futura esposa), Piedad Batista Jiménez, de 18 años; quedando el tutelaje de la preciosa bebita bajo la responsabilidad de sus abuelos, quienes la educarían de manera caprichosa y con excesivo mimo, consintiéndola siempre, en cada capítulo de su vida. Y de esa forma fue desarrollándose la vida de la chiquilla tanto en Santo Domingo como en el municipio de Luperón, y las damas envejeciendo con marcada rapidez, sin que pudieran detener los imperativos del tiempo.
Aura conservó por muchos años la negritud de sus cabellos, con raras hebras plateadas; pero a Luisa se le fue tiñendo el pelo de blanco, al tiempo que el brillo se esfumó de sus ojos, quedando casi ciega; y su salud se hizo demasiado precaria, provocándole un andar sumamente lento por los rincones de la casa, que se agudizó en la medida en que se aproximó al club de los centenarios. Honda pena causaba entre sus conocidos, la evidencia lúgubre de la imagen senil de Luisa Martínez cuando tuvo la edad de los noventa años.
La gente, contrapesando su pesar, recordaba y narraba los recuerdos de sus buenos tiempos de lucidez y memorización; refiriendo sus larguísimos diálogos melancólicos, domingo tras domingo, al salir de misa, en los bancos del parque central. Hablando de Dios y la religión, del origen de la materia y la conciencia, de los misterios de la existencia humana y otros temas filosóficos que le agradaba discernir.
El tiempo había menguado considerablemente lo que había sido esta mujer en la plenitud de sus facultades físicas y mentales, pudiéndose decir que había hecho estrago en sus articulaciones, marcando su rostro de arrugas y enflaqueciendo su cuerpo, pero mucha gente conservó por suerte sus huellas indelebles, sus fotografías y sus pegadizas anécdotas, como indudable aporte a la historia social.
Muy anciana, y en las más duras condiciones de salud, mantenía casi inmutable su tacto afilado, pudiendo reconocer a cada uno de sus nietos por el olor de su perfume, en especial a la mimada Yudelka, su retoño preferido; y también a su nieta, la sordomuda de nacimiento Diana Mena Gómez, a quien desde que era pequeña lograba identificar a larga distancia por la emanación aromática del champú de su pelo.
Aura se ocupó en los primeros años de su relación de entenderse con su suegra; cediéndole la plena autoridad en el hogar sobre la cocina y habitaciones, menos la suya; disminuyendo así su arrogancia y derribando las dificultades primarias en su trato personal.
Logró asimilarse con humildad, en su rol de hija política, sin que nada alterara el buen ánimo entre ellas; y su mando se mantuvo inmutable aun en los malos tiempos de la vejez extrema, cuando tuvo que mirarla caminando apoyada en su viejo bastón, o desplazándose por la casa sentada en una silla de ruedas, con sus dolores reumáticos recrudecidos.
Aura recordaba el día en que departiendo con su marido, la miró dormida en una mecedora, luciendo desprotegida; en un momento de visible agotamiento por el peso de los años, y murmuró en voz bajísima:
“¡Qué cosa es la vida, quién pudiera pensar que ese roble centenario estaría carcomido por fuera y por dentro”.
“¡Qué cosa es la vida, quién pudiera pensar que ese roble centenario estaría carcomido por fuera y por dentro”.
Pitágoras Gómez escuchó el murmullo de mal gusto… casi inaudible, pero de inmediato no dijo nada; pues de manera automática su vista se orientó hacia el rincón de la sala donde reposaba la evidencia inobjetable: su madre anciana, casi senil. Y esa imagen lo llenó de terror, de un miedo profundo. Estaba viendo el retrato macabro de un rostro longevo, ajado por el tiempo. Hacía mucho que Pitágoras se sentía preocupado por la salud de su progenitora, pero fue en ese momento, en que la vio allí físicamente degradada, que comprendió su situación, sintiéndose realmente alarmado y pensando en lo peor.
-¡Coño! ¿Qué pasa? -musitó sobresaltado.
-No pasa nada. Estaba mirando a la suegra, durmiendo como un angelito –dijo Aura. Y agregó: “Ahorita se para de ahí con energía y como es su costumbre, toma su bastón, se mueve por toda la casa y se mete el mundo en un bolsillo”.
Pitágoras sonrió de buena gana y recobró al instante su serenidad y aplomo.
-Tienes razón, Aura. Ahorita se levanta a repartir boches por toda la casa. En especial a los pedigüeños y vagos haitianos que se asomen al solar.
Doña Luisa tenía la ridícula manía de despreciar la ociosidad de los haitianos, empeñándose en advertir que superaban en vagancia a los dominicanos y se empleaban por necesidad, mas nunca por amor al trabajo. Decía que según su experiencia, ellos sólo hacían bien el corte de la caña y en las demás labores eran un fiasco total, pues todo lo que tocaban lo dañaban.
Y a ellos atribuía el atraso de su pueblo. También le molestaba que los haitianos no miraban fijamente a los ojos, y a su juicio no era por timidez, sino por mentirosos. Decía que los ojos eran la ventana del alma y por tanto nada bueno podía haber en el pensamiento de una persona que escurriera la mirada.
Eso sí, la anciana daba buen trato a los trabajadores haitianos, pero no tocaba el tema migratorio sin que tuviera que incluir alguna referencia a su torpeza en la brega diaria. Creía que no era tan necesaria su presencia en la construcción, ni en los quehaceres de albañilería y de carpintería; responsabilizando a los gobiernos de turno por la creciente inmigración que copaba todos los empleos manuales en las zonas industriales y comerciales, debido a la mano de obra barata; y lamentaba que hubieran tomado las calles, en todas las ciudades, transformándolas en focos de mendicidad y de beneficencia, por la gran cantidad de niños y mujeres que se veían a diario en los semáforos y esquinas estratégicas de las vías públicas, deteniendo los autos y pidiendo limosnas, bajo un simulado trabajo de limpiar vidrios y parquear vehículos.
Por esa situación hacía crítica constante al gobierno, atribuyéndole la mayor culpa de la crisis de convivencia con los haitianos, que a su juicio aumentaba con el paso del tiempo, en la medida en que crecía el empeño de la autoridad pública en auspiciar la inmigración, haciendo fracasar el plan de control y regularización de inmigrantes.
Pero en la cumbre de su desarrollo personal Luisa había demostrado fehacientemente que no era racista, relacionándose personal y políticamente con el doctor José Francisco Peña Gómez, un dominicano perseguido por la discriminación racial y combatido por sus adversarios ultranacionalistas -aún después de su muerte- debido a su origen haitiano, siendo acusado de asociarse al principio de “la isla única e indivisible”, incorporado a la Constitución de Haití en 1801, durante la etapa de la Independencia, por François Toussaint-Louverture, principal comandante de la revolución.
Ella acompañaría en vida a este gran timonel de masas, llamado Peña Gómez, haciéndole frente al fraude colosal, que lo había despojado de un claro triunfo en las urnas y del derecho a terciarse sobre su pecho la banda presidencial y la conducción de los destinos del pueblo dominicano. Ella estuvo a su lado, sin tomar en cuenta su tez morena, con el color de la noche; ni los ataques racistas desmesurados originados por intereses espurios que se empeñarían en desconocer su condición de dominicano y cerrarle el paso al poder político.
Luisa tenía mucha conciencia de la conveniencia para el país del liderazgo nacional e internacional de ese líder, respetado y querido por un concierto de estadistas y paladines de la democracia; entre ellos, presidentes y primeros ministros de Francia, Alemania, España, Suecia, Portugal, y de muchas otras naciones de Latinoamérica, como Venezuela, Panamá, Ecuador, Chile, Argentina y Brasil.
Situaba la inteligencia y el carisma de ese dirigente, como cualidades propias de hombres que nacen cada cien años con un talento excepcional, lamentándose profundamente, del citado fraude electoral develado al instante de producirse -demostrado y reconocido por el mundo-, obligando a su contendor a recortar su período de gobierno y convocar a elecciones dos años después.
Aunque para desventura del líder popular, en las elecciones siguientes se recrudecería la campaña racista en su contra, se modificaría la Constitución de la República y se implantaría por primera vez en la historia nacional el sistema de la doble vuelta y el 50 por ciento más uno de los votos emitidos para ganar, agregándole la conformación de un “frente patriótico”, donde se juntaron los viejos caudillos y todos sus rivales de la ultraderecha, creando un muro inexpugnable que le impediría materializar su sueño de investirse como presidente de la República Dominicana. Y para desgracia suya, con esa patraña se asociaría el destino, ya que la forma diabólica empleada para arrebatarle el poder incidiría en su estado de ánimo, llenándolo de tal angustia que provocaría el desplome de su salud con un cáncer fulminante que malograría su vida.
Ella lo acompañaría en el acontecimiento apoteósico de la exposición de su féretro en el Estadio Olímpico Félix Sánchez, de la ciudad capital, durante tres días consecutivos. Un evento por donde desfilarían centenares de miles de sus seguidores, de la clase obrera, campesina y empresarial; dirigentes de todos los partidos políticos del país y estadistas de los cinco continentes, a la cabeza del premier español Felipe González. Estaba aturdida, llorosa, viendo dentro del ataúd al gran negro y timonel popular, impresionantemente hermoso, vestido de blanco, pareciendo dormir un sueño profundo, cercado por la multitud que se daba cita en aquel viejo estadio, llegada desde los más recónditos lugares del país, ofreciéndole al líder inmenso su última demostración de lealtad.
Sentía pena y admiración por aquellos hombres y mujeres desmayados por el sobresalto sentimental y el agobiante calor; la mayoría colgando brazaletes negros, fotografías, afiches, gorras, y los símbolos del partido, el jacho encendío y el buey que más jala.
Le sería imposible borrar de su memoria el féretro expuesto dentro de una caseta empinada cubierta de lona azul y blanca, a la que se subía por una estrecha escalera que sería testigo muda de millares de pasos en la más gigantesca manifestación de duelo en la historia de la República; a la que se asemejaría años después, la concentración de duelo en honor al rey del humor y gran artista de la televisión nacional, que fuera don Freddy Beras Goico, realizada en el Palacio de Bellas Artes que ahora lleva su nombre.
En ambos velatorios diría Luisa, “aquello fuere una explosión de pena sin precedentes”, teniendo su visión fija en las multitudes abigarradas en el estadio olímpico y en bellas artes, que en señal de luto profuso portaban incontables arreglos florales, formando una larga hilera de rosas y flores interminables, depositadas en su mayor parte por admiradores de ambas figuras nacionales, pertenecientes a todos los estratos sociales.
En relación a Peña Gómez especificaría que “era un gran negro afroantillano, representante de la clase social más humilde y explotada, sin prejuicios, ajeno a la discriminación y la persecución política”. Sus seguidores, hombres, mujeres, niños, adolescentes y viejos, llegados de los sitios más lejanos del país y el extranjero, rendían tributo de solidaridad al líder que yacía dormido para siempre sobre aquella tarima en el estadio.
Era un gesto de honra al Cid Campeador que seis días después de muerto vencería en su última cita electoral, obteniendo la alcaldía del Distrito Nacional. Su deceso sería transformado en una gran celebración escoltada por una paloma blanca que posó sus patas sobre el féretro, pasando luego a los hombros del panegirista y secretario general perredeísta, licenciado Hatuey De Camps, y alzando de inmediato el vuelo triunfal en el instante mismo que el gigante de la democracia dominicana se metía en su última morada terrenal.
En esa época se manifestaba como una mujer dominante y resistente de las emociones más extremas, pero tenía cierto control de sus emociones. Su mal carácter se desarrollaría en los últimos años de su vida, tomando la familia las medidas de lugar para mantener a los adultos amigos y a los niños a prudente distancia de ella.
Aura dio órdenes precisas a los infantes de nunca molestarla, ni juguetear a su alrededor. Aunque sin ser vista, Yudelka, única menor de la casa, se mantendría invariablemente atenta a cuánto hacía, decía y pedía su bisabuela, desde que comenzó a andar con lentitud y se vio imposibilitada de sostenerse de pies, siendo necesario ponerla en una silla de ruedas.
La niña traviesa por naturaleza, olvidando rápidamente la ley de la casa, una mañana correteando por todo el interior de la vivienda, chocó con la vieja de manera espectacular y dramática, cuando ésta salía de su habitación montada en su silla de ruedas, empujada por la nieta Jacqueline.
La anciana rodó abruptamente por el suelo, cayendo en un rincón del recibidor con fuerte golpe en el pecho, y Yudelka recibiendo una leve cortadura en su mano izquierda, al chocar contra un florero de cerámica de la mesita en la sala. Jacqueline sintió un enorme susto con el estrépito, creyéndose insuficiente, impotente y culpable, por no haber podido evitar la caída y el golpe contundente que recibió su abuela.
Se repuso de la sorpresa, recogiendo del piso a la desmayada Luisa, tendiendo su cuerpo en un sofá y llamando a las demás personas de la casa. También solicitó una ambulancia para trasladarla a un centro médico donde pudieran tratarla y curarla de emergencia.
Yudelka fue reprimida y seriamente castigada. Se le restringió su horario de recreo, de juego y televisión; pero la sanción no detendría el deterioro de la salud de la abuela, quien antes de ese episodio ya tenía su movilidad menoscabada por la agudización de una añosa dolencia de artritis que le había doblado el pescuezo e inmovilizado las manos, cuando se encontraba ya muy cerca del centenario de su nacimiento. A Luisa le había llegado la hora final de su existencia.
Fue hospitalizada sin esperanza. Aura no se despegó un instante de ella, presintiendo que se moría. La internó en el centro médico regional y llamó a sus hijos; a quienes les fue describiendo el estado clínico de la suegra, que estaba semiinconsciente, sofocada, pudiendo apenas ver siluetas y escuchar voces, en su alrededor; con el presentimiento de que no sobreviviría. En esas circunstancias entendería que no había tiempo que perder, pues era notorio que su salud estaba empeorando; la situación era difícil, no podía hablar…sólo escuchar.
En ese trance difícil Aura pensaba que sería imposible que los hijos llegaran a tiempo para despedir a su madre; comunicándose con ellos de nuevo para improvisar lo que sería el adiós, el último dialogo con la anciana, quien apenas podía balbucear y reconocer el entorno.
La preparó también para recibir en paz los santos sacramentos del cura parroquial, antes de que se esfumara su nivel de conciencia y paralizara su sueño, emprendiendo la marcha indetenible hacia la muerte. Luisa Martínez Cruz fue enterrada en el cementerio municipal de la ciudad de Los Hidalgos, su lar natal; en un acto masivo al que concurrieron ancianos, adultos, jóvenes y niños.
Y los nueve días del velatorio consistieron en una misa diaria y una hora santa capitaneada por una rezadora invocando de manera frecuente y con febril arrebato el Padrenuestro, el Avemaría y las demás oraciones del Santo Rosario, desde un improvisado altar instalado en el salón de juego de ajedrez de la casa, situado en el fondo del patio, donde cada noche, hasta el amanecer, se juntaban los dolientes.
En el curso del velatorio, y como consecuencia de la intensidad de la faena, internaron un día completo a Miriam en la clínica del pueblo; y luego, por recomendación del médico, permanecería inmovilizada por el resto de la jornada en una amplia suite del hotel de su cuñada en la bahía de Luperón, donde fue acomodada en compañía de su esposo y sus hijas, que asistieron a las honras fúnebres procedentes de Madrid, donde tenían un tiempo residiendo.
Aura y su nieta Yudelka ocuparon una pieza parecida en el hotel, manteniendo el contacto continuo y accediendo juntos a los sitios de recreación de ese complejo turístico, que era un lugar de ensueño, lleno de encanto y de armonía, donde hallarían rápidamente la tranquilidad de espíritu, viendo sus palmeras y su playa, mirando con emoción sus espectaculares amaneceres, y mediante el entretenido accionar en sus piscinas y en las áreas de juego, de spa y de restaurante.
La niña Yudelka sería entonces puntual concurrente a la playa de Luperón, apreciada por su vistosidad y belleza, por ser una de las más atractivas del Caribe. Le gustaba mucho el lugar, donde hizo muy buenas relaciones públicas entre los cientos de turistas que vacacionaban, soleando sus cuerpos, divirtiéndose y descansando sobre su fina arena blanca.
La prefería entre otras playas de la zona, porque allí no se exponía a la arriesgada aparición de erizos, peces raya y medusas; y, sobre todo, porque le gustaba nadar tranquila en toda la ribera; pues había asimilado de su padre adoptivo el amor por la natación y en esa bella playa podría también competir y transformar cada competencia en un real espectáculo.
Desde muy pequeña había nadado en playas de agua dulce y salada; era tremenda buzo y durante la estadía de sus primos en el hotel, les enseñaría a divertirse en la natación y en la inocente faena de hacer gigantescos castillos en la arena mojada, que junto a ellos derribaría antes de que cayeran batidos por las olas. Y con esa misma argamasa, juntos también juguetearían, sacando o introduciendo las algas, las caracolas, las tortugas y los cangrejos.
Y también gozarían un montón cuando fueren llevados por sus padres de paseo en lancha por alta mar, donde verían bailar a los peces y tendrían tiempo de sumergirse en el agradable pasatiempo de la pesca con lances certeros de sus cañas y sedales, atrapando con carnadas de camarón a extraordinarias truchas y carites, lidiadas por sus picudas bocas chorreando una sangre de tendencia negruzca.
Luego de terminada la acción pesquera, regresarían al hotel, aplaudiendo los heroísmos individuales del día y compartiendo alguna bebida o algún suculento banquete con comida del mar. Cuando Miriam se restableció de su quebranto de salud, comenzaron los preparativos de su regreso a España, donde había invitado a Aura y Charo a pasar unas vacaciones, pero ésta última se excusó porque estaba planeando casarse