Los sucesos de esta semana han vuelto a retratar a Estados Unidos como un país crispado y bipolar. Algunos de los males que observamos durante la jornada del jueves llegaron de la mano de Donald Trump y tienen que ver con su estilo grosero y su desprecio por las instituciones. Otros son el fruto de un proceso que ha ido resquebrajando el espacio público en el último medio siglo y que el presidente no ha hecho sino exacerbar.
En el centro del torbellino que ha sacudido Washington se encuentra Brett Kavanaugh, el candidato de Trump para cubrir la vacante que dejó la renuncia del juez Anthony Kennedy en el Tribunal Supremo.
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A priori el intachable historial académico de Kavanaugh parecía suficiente para protegerle de las suspicacias de senadores moderados como Jeff Flake o Susan Collins, de cuyos votos dependía su confirmación.
Pero ese guión saltó por los aires cuando el periodista Ryan Grim publicó que una mujer había enviado una carta a dos congresistas demócratas con una acusación inédita: la mujer decía que Kavanaugh había intentado violarla en el verano de 1982.
Esa mujer era Christine Blasey Ford, doctora en Psicología por la Universidad del Sur de California, profesora de la Universidad de Palo Alto e investigadora de la Universidad de Stanford. Al conocer por los medios en junio que Trump barajaba el nombre de Kavanaugh, Ford recordó aquel episodio y creyó que era su “deber cívico” desvelar aquella agresión sexual. Intentó alertar a su congresista y envió un mensaje al buzón encriptado del Washington Post. Nadie respondió.
La esperanza inicial de Ford era que su caso convencería a Trump de que era mejor designar a otro candidato. Pero la información nunca llegó a oídos del presidente y éste eligió al hombre cuyo nombramiento ella quería evitar.
Ford decidió entonces dar un paso más: unas horas después de la designación de Kavanaugh, se reunió con su congresista, la demócrata Anna Eshoo, que le sugirió que enviara una carta confidencial a la senadora Dianne Feinstein, que se comprometió a no desvelar su identidad. A principios de septiembre, Ford empezó a recibir llamadas y visitas inesperadas de reporteros que querían saber más sobre el contenido de la carta. Sólo entonces decidió desvelar su identidad.
Estos hechos que la propia Ford explicó en detalle durante su testimonio son la prueba de que no es una marioneta de los demócratas sino una mujer que durante meses se resistió a dar un paso al frente por miedo al impacto negativo sobre su familia y sobre su vida laboral.
En otras palabras, Christine Blasey Ford nunca quiso someterse a la experiencia traumática de Anita Hill, la mujer que desveló en octubre de 1991 que había sufrido durante años el acoso sexual de Clarence Thomas, otro candidato conservador a cubrir una vacante en el Supremo. Pese al testimonio de Hill, salpicado de preguntas machistas, Thomas superó (con varios votos demócratas) su audiencia de confirmación.
La audiencia del jueves fue muy distinta de la de 1991. Esta vez había cuatro mujeres (las cuatro demócratas) en el Comité Judicial del Senado y los once varones republicanos optaron por contratar a una fiscal de Arizona por miedo a meter la pata durante el interrogatorio.