Por Raúl Mejía Santos
Visitar la capital dominicana deja una halagadora impresión, más para aquellos que nos hemos ausentado del terruño patrio por mucho tiempo. La extensa cantidad de edificaciones modernas, la amplitud de calles, o avenidas, y el vaivén de costosos vehículos europeos te hace pensar que transitas en el país más desarrollado del mundo.
Aunque la realidad es otra, la apariencia engaña. Atrás quedó el tierno verdor capitalino y el apetecible amanecer con olor a café del querido Santo Domingo de la niñez. En cambio es costumbre divisar pasos a desnivel, elevados, túneles, centros comerciales y grandiosas torres residenciales, simulando un paraíso terrenal donde las carencias y estrechez económica son mínimas.
Desplazarse desde la Lope de Vega con San Martín hasta la José Contreras es el más difícil de los retos por la cantidad de vehículos en la ciudad. Un tránsito poco sincronizado fluye en todas direcciones, donde el más avispado corta camino y agiliza el paso esquivando el “concho” que pelea por montar pasajeros a orillas de la avenida.
El contraste es notable, figuras desvalidas caminan ligerito por las calles huyendo del candente sol. No les tocó cuna de oro, o gran prestigio social que les endilgara buena vida y exquisito trato. La maltrecha piel que les adorna evidencian las vicisitudes de su diario vivir.
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Empalmar con la Máximo Gómez presenta el mismo panorama, resaltando el titular de periódico insidioso sobre el crecimiento económico que ha experimentado el país. Somos grande, hemos crecido, dice el turpen y extraordinario genio del Banco Central. Imagino que le habrá crecido la billetera.
¿Sabrá el jornalero a cargo de empañetar el restaurante de comida rápida, sinónimo del afable payaso capitalista, que ubica en aquella transitada avenida capitalina, que seguimos pa’ lante? ¿Se enteró el chofer de la voladora?
Más allá de Villa Juana el panorama cambia, el hedor impregna la vía de rodaje y la multitud se congrega en las esquinas del barrio. Los deshechos atestiguan la falta de servicios básicos a una población marginada a escasa distancia del centro urbano. Cruzamos a otro mundo, otra capital.
Abundan los afiches y propaganda política de todas las organizaciones que nutren sus ambiciones con la miseria material de los compueblanos, escenario irritante por demás. Esa clase elitista cruza el arrabal cuando haya necesidad de hacerlo, en tiempos de campaña. Son los más amables, cariñosos, simpáticos.
El típico colmado sirve de abarrotes para el vecindario, supliendo los artículos de primera necesidad al detal. Las quejas son las mismas, el costo se ha disparado y las ventas merman comparado con tiempos atrás. Esto no lo aguanta nadie, escuchamos decir.
Raro ver que haya luz en esta parte de la ciudad. Considerando el “macuteo” y los tropiezos con la gente de Brasil, imagino que Catalina será la esperada solución. La industria de los inversores resuelve, brindando un poco de alivio a quienes puedan costear sus altos precios. El apagón es cotidiano, pan nuestro de cada día.
Una tímida sonrisa se dibuja en el rostro de quienes aciertan tu mirada. Los múltiples retos de sostenerse en una economía dolarizada les amenaza. Escasamente se nota el progreso de aquella zona céntrica, las lujosas torres avistadas dejan por completo el panorama de la zona norte de la ciudad de Santo Domingo.