En el décimo aniversario del triunfo que le llevó a la Casa Blanca, Barack Obama volvió a Chicago para arengar a miles de personas en un recinto de la Universidad de Illinois. Afilado, casi sin voz y en mangas de camisa, el expresidente pidió el voto para los candidatos demócratas de su estado, presumió de sus logros como presidente y llegó a decir que estas elecciones eran aún más importantes que las que le llevaron al poder.
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“La esperanza aún está ahí fuera”, dijo Obama. “El progreso solo llega si uno lucha por él. En estos meses estoy viendo un enorme despertar de ciudadanía en todo el país. Jóvenes, mujeres y veteranos se han dado cuenta de que este momento es demasiado importante, demasiado profundo para quedarse al margen”.
Con los Clinton fuera de juego y a la espera de que emerja un líder definido de las primarias presidenciales de 2020, los demócratas se han entregado de nuevo al talismán que les devolvió hace 10 años a la Casa Blanca y lo han desplegado en lugares estratégicos: campus universitarios, vecindarios afroamericanos y ciudades industriales como Gary (Indiana), donde Obama batió a John McCain por un punto en 2008 y Hillary Clinton en cambio perdió por 19 contra Donald Trump.
Es una estrategia similar a la que los demócratas adoptaron hace dos años. La diferencia es que esta vez Clinton no está en la papeleta y Obama es cada vez más popular.
Un sondeo elaborado en febrero por la CNN situó la popularidad de Obama en torno al 66%. Esa cifra está 20 puntos por encima del índice habitual durante su mandato y refleja una cierta nostalgia entre los votantes independientes, que extrañan sus formas y su respeto por la realidad. Cuando la firma de encuestas Gallup preguntó en febrero de este año por la presidencia de Obama, un 63% de los encuestados expresaron una opinión favorable sobre su gestión. Esa cifra es muy similar a las de George H. W. Bush y Bill Clinton y sólo está por detrás de las de presidentes legendarios como Ronald Reagan y JFK.
La presencia del expresidente puede ayudar a los demócratas en los dos asuntos más importantes para los votantes: la economía y la Sanidad.
Según un sondeo elaborado por Gallup en enero de este año, un 56% de los ciudadanos atribuyen la bonanza económica del país a la gestión de Obama y sólo un 49% a lo que ha hecho Trump. Consciente de esas cifras, el expresidente presumió este domingo de haber creado más empleos en los últimos 21 meses de su mandato de los que ha creado su sucesor durante sus primeros 21 meses en el despacho oval.
La batalla en estado decisivos
Una de las obsesiones de Obama en esta recta final de la campaña ha sido llevar a más gente a votar. Se podría decir que es una vuelta a los orígenes porque inició su carrera política registrando votantes afroamericanos en el South Side de Chicago en el verano de 1992.
Obama reclutó entonces a cientos de voluntarios, recaudó fondos entre millonarios locales y convenció a los propietarios de las franquicias de McDonald’s de que permitieran montar mesas para registrar a votantes dentro de sus restaurantes. Aquel empeño, conocido como Project Vote, rescató de la abstención unos 150,000 votantes y ayudó a elegir a Carol Moseley Braun, la primera senadora afroamericana de Estados Unidos.
Casi tres décadas después de aquel empeño, la gira de Obama no ha pasado inadvertida para su sucesor, que ha criticado su legado y se ha referido a él como “Barack H. Obama” enfatizando en tono xenófobo la inicial de su segundo nombre: Hussein. El expresidente no ha respondido a la provocación, pero ha criticado a menudo a Trump durante la campaña y lo ha presentado como un político que no dice la verdad.
Trump y Obama se han cruzado a menudo en esta recta final de la campaña. Ambos han estado en estados decisivos como Florida, Georgia o Indiana y han hecho lo posible por llevar a sus seguidores a votar. Pero los republicanos han medido con tiento las apariciones del presidente y lo han mantenido alejado de distritos urbanos y estados ajustados donde su presencia puede ser contraproducente para cualquier republicano local.