POR: ROSARIO ESPINAL
En economía se entiende por recesión un período de disminución de la actividad económica, que implica pérdida de puestos de trabajos, reducción de salarios, menor demanda de bienes y servicios, y caída de los precios.
En la política no hay un término equivalente a recesión para referirse a la pérdida de las simpatías y adhesiones partidarias, aunque algunos conceptos refieren al proceso; entre ellos, evaluación negativa de la gestión del Gobierno, pérdida de confianza en las instituciones públicas, declive en las expectativas de bienestar.
Cuando en una sociedad se registra un estado de desesperanza, estamos ante lo que podríamos llamar una recesión política.
Esto no significa, necesariamente, menor activismo político de parte de los dirigentes y militantes de los partidos; sino que se produce un estado de desgano colectivo, una sensación de que no hay opciones aceptables para escoger en los procesos electorales. Así se encuentra una buena parte del país actualmente.
Los escándalos de corrupción, con Odebrecht a la cabeza, golpearon duramente al PLD, y a la fecha, aunque no se ha producido un desplome de la aprobación de la gestión presidencial (se coloca alrededor de 50%), el Gobierno no ha podido levantarse de la mala racha que se inició en enero de 2017, con la gran movilización de Marcha Verde.
Del lado de la oposición, el escenario no es más auspicioso. Predomina la dispersión de opciones electorales, y el PRM, que registra la mayor cantidad de votantes, no muestra un crecimiento sostenido en las preferencias electorales. Su músculo electoral es aun débil, y mientras así sea, le será difícil concitar las alianzas necesarias para impulsar un proyecto electoral con grandes posibilidades de triunfo.
El reto principal del PRM es solidificarse adentro para luego ser imán de atracción a los de afuera.
El cansancio y el desencanto con el PLD, por un lado, y la baja confianza en las opciones opositoras, por el otro, generan el estado de recesión política que se expresa en baja confianza y bajas expectativas.
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El proceso de selección de candidaturas en el año 2019 aumentará el nivel de activismo político, pero no servirá para revertir esta tendencia emotiva de desgano con las opciones que se vislumbran.
Leonel Fernández gobernó 12 años y no es símbolo de esperanzas, Danilo Medina va en su segundo mandato y también pesa el cansancio, Hipólito Mejía, a pesar de su carisma natural, terminó su gobierno en medio de una crisis económica, y Luis Abinader no logra concitar el amplio apoyo que necesitaría para poder impulsar su partido y llevarlo a una victoria.
Esas cuatro figuras (Fernández, Medina, Mejía y Abinader) tienen un peso determinante en sus partidos e impiden el desarrollo de otras precandidaturas presidenciales que pudieran presentar las cualidades necesarias para generar esperanzas.
Todos los aspirantes marcan bajo en las encuestas, con excepción de Margarita Cedeño, pero su destino político está unido al de su marido, que tiene aspiraciones propias.
Mucha gente quiere agua política cristalina y la encuentra sucia. Mucha gente quiere novedad y encuentra más de lo mismo. Hay una sensación de empantanamiento político.
Si existiera una fuerza particularmente inspiradora, las simpatías político-electorales estuviesen ya realineándose en esa dirección, pero no ha surgido, y a este momento, no se vislumbra.
Del lado progresista, Marcha Verde pudo haber sido la plataforma para un movimiento político-electoral novedoso, pero optó por quedarse autodefinida como un movimiento social.
Del lado ultraconservador se prueban nuevas alternativas, desde opciones de candidaturas evangélicas hasta Ramfis Domínguez Trujillo.