La mentira está en el centro de la administración Trump desde su llegada misma a la Casa Blanca, cuando el entonces secretario de prensa, Sean Spicer, soltó la falsedad, fácilmente demostrable, de que su investidura presidencial fue la más multitudinaria de la historia. Kellyanne Conway, consejera de Trump, preguntada en la NBC por la trola que había soltado su compañero sin despeinarse, acuñó la memorable expresión de “hechos alternativos”.
La autora de tan brillante eufemismo pertenece hoy al selecto 35% de supervivientes políticos de esa corte (compuesta por “solo lo mejor”, en palabras del propio Trump) de la que se rodeó el 45º presidente para cumplir el mandato del pueblo estadounidense. Muchos de los cortesanos que llegaron con él se encuentran en una situación muy delicada, dos años después, por culpa de sus mentiras.
Michael Cohen, exabogado y hombre de confianza de Trump, reconoció la semana pasada que mintió ante el Congreso sobre los negocios del hoy presidente en Moscú. Mintió también, según admitió en agosto, sobre sus pagos para silenciar un escándalo sexual. Mintió al FBI George Papadopoulus, exconsejero del presidente, sobre sus contactos con intermediarios rusos. Mintió el exasesor político Roger Stone, según el fiscal especial Robert Mueller, al decir que no tuvo conocimiento de que WikiLeaks iba a publicar los correos electrónicos de Hillary Clinton. Mintió a los agentes federales Michael Flynn, exconsejero de Seguridad Nacional, y ahora colabora con ellos para eludir las consecuencias de sus falsedades. Mintió el exgerente de la campaña Paul Manafort. Y, cuando decidió cooperar con la investigación sobre la trama rusa, no hizo otra cosa que volver a mentir, según han denunciado los investigadores.
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El denominador común del primer círculo de estrechos colaboradores de Trump parece ser una tendencia enfermiza a mentir. Incluso ante las más altas autoridades federales, que investigan la injerencia rusa en las elecciones de 2016. Algo poco sorprendente, cabría señalar, cuando el propio presidente constituye un destacado exponente del desprecio a la verdad.
Los medios de las “noticias falsas”, como se refiere Trump a las más prestigiosas y fiables cabeceras estadounidenses cuando no las llama “enemigos del pueblo”, dedican ímprobos esfuerzos a contabilizar las mentiras del presidente. El Washington Post lleva la cuenta en su sección Fact Checker: hasta el pasado 30 de octubre, computaron 6.420 afirmaciones falsas en los 649 días que llevaba en la Casa Blanca. El 7 de septiembre, Trump pronunció públicamente 125 “afirmaciones falsas o engañosas” en un periodo de tiempo de 120 minutos, pulverizando su propio récord personal.
El arte de la mentira cuenta con una larga historia en Washington. Hasta ahora, el consenso es que en lo alto del Olimpo estaba Richard Nixon. “Mintió a su esposa, a su familia, a sus amigos, a sus viejos colegas del Congreso, a los miembros de su propio partido, al pueblo americano y al mundo”, resumió en sus memorias Barry Goldwater, candidato republicano en 1964. Pero Trump, coinciden los analistas, va aún más allá. Sucede que la lealtad es la principal cualidad que el presidente exige a sus colaboradores y estos saben que el cargo incluye la necesidad de defender las declaraciones del jefe aunque sepan que son falsas.
El resultado es que el presidente acaba rodeado de personas que comparten su desprecio por la verdad. Una actitud relativamente tolerada en el mundo de los negocios donde se curtió Trump, pero arriesgada, cuando menos, si uno está en medio de una investigación federal. Una en la que el fiscal especial y su equipo de agentes del FBI acuden al encuentro con los cortesanos de Trump cargados con montañas de papeles, que documentan metódicamente sus movimientos y comunicaciones para, entre otras cosas, hallar artillería que permita convertir a los consiglieri en valiosos pentiti.