Roberto Valenzuela
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En los afanes de la Guerra de la Restauración, el 1ero de septiembre (1863), llegó el coronel José Antonio Salcedo (Pepillo) desde Dajabón, donde había hecho huir hacia Haití al coronel español Campillo, derrotado vergonzosamente. Pepillo se preparó inmediatamente para atacar el Castillo de Santiago de los Caballeros, según un relato que recoge Frank Viñals en el Diario Libre.
Igualmente, la Academia Dominicana de Historia, en su número 145 de 1988, publica testimonios de combatientes. Entre estos está el del agricultor convertido en combatiente, Gil Almonte. Él comenzó a pelear bajo las órdenes de Pepillo cuando éste, con su fama de buen jefe de tropas, salió de Dajabón para Santiago a encontrarse con el general Gaspar Polanco.
“A su paso por mi casa en Quinigua me mandó a llamar –narró Gil–. Yo era un jovencito, pero como era de una familia de soldados de la Patria tuve mucho gusto en coger la carabina para restablecer nuestra Bandera, que Pedro Santana la traicionó anexándola a España”.
Partieron para Santiago. Al llegar a Gurabito chocaron con una guerrilla volante que los españoles ubicaron al Oeste del pueblo, aunque los dominicanos ya estaban en “El Arenazo”, cerca de “Los Framboyanes”, a la entrada de Santiago. El choque permitió reunirse con el cantón de Gaspar Polanco en la madrugada.
Al amanecer preguntó Salcedo, al ser un gran estratega militar, que por qué estaban los españoles en el Castillo de Santiago. “¿No ven ustedes que mientras los españoles estén ahí, no podemos movernos a ningún lado?”, agregó.
Esta pregunta hirió el amor propio de Gaspar Polanco, que furioso contestó: –Bueno, si usted se atreve, desalójelos usted de ahí.
Pepillo aceptó el reto y contestó: –deme treinta hombres de tropas frescas y gente de arma blanca. Pronto aparecieron los hombres.
Como a las ocho de la mañana, haciendo un rodeo para no ser divisados por los españoles se metieron en un maizal pegado a la avanzada española.
Salcedo ordenó acercarse lo más posible para el asalto sorpresa al arma blanca. Cuando el centinela español gritó: -“¡fuego, estamos rodeados!” los restauradores estaban a 200 varas de distancia.
Llevaban pocas municiones: cuatro o seis tiros cada uno. Avanzando siempre y aguantando las furiosas lluvias de balas de la soldadesca española para acercarse precipitados por el ejemplo de Pepillo, que iba a la vanguardia.
Listos para la sangrienta lucha cuerpo a cuerpo, llegaron hasta la
trinchera española, que al ver la osadía se metieron en compás de guerra.
“Aquel gallo de calidad, pequeño de estatura y gigante en el combate mirándonos nos gritó: Muchachos, al machete ¡Carajo! ¡Viva la República! Y dio el ejemplo rajándole de un “jirbán” la cabeza al centinela”, narró Gil.
Desde ese momento los españoles se turbaron, aunque era una tropa bien armada con el triple de soldados que los nacionalistas.
El botín fue grande. Despavoridos, los españoles huyeron en
desbandada para salvar sus vidas.
A los heridos los revolucionarios los querían fusilar, pero Pepillo se opuso, no permitía que maltrataran a ningún prisionero ni que mataran a nadie fuera de combate.
Pero según Gil Almonte, una secreta envidia ahogó el corazón de Gaspar Polanco, que entre los jefes grandes fue el único que no felicitó al héroe, que así tan fácil acorraló a los españoles en el Castillo, dando a la revolución un giro progresivo.
Tiempo después, Gaspar tumbó a Pepillo de la Presidencia y ordenó su fusilamiento; pero Salcedo quedó inmortalizado como primera espada de la Guerra de la Restauración y primer presidente de la Segunda República.
Polanco siempre arrastró la sombra de haber hecho fusilar a un héroe de esa naturaleza. El prócer Gregorio Luperón se lamentó en su autobiografía (Papeles de Luperón) sobre el error de haber fusilado a Pepillo Salcedo, héroe de dos guerras: la de Independencia y la Restauración de la República.