Un estadio iluminado como un gigantesco platillo volante y un par de helicópteros sobrevolando el área compusieron este lunes una imagen propia de una superproducción, el elemento que le ha faltado a la discreta y hasta mortecina campaña de Joe Biden por culpa de la pandemia. El espectáculo que es cualquier convocatoria electoral en EE UU en circunstancias normales, recuperó con el cierre de campaña del candidato demócrata en Pittsburgh (Pensilvania) todos los decibelios y la luminotecnia que se esperan de un fin de fiesta semejante, gracias a la actuación estelar de Lady Gaga, el icono pop, ligada a la ciudad por razones familiares. Por eso los veinteañeros Arnold, Eva y Katy, con carteles de Biden y Kamala Harris y el frío reflejado en las caras, dudaban al contestar si el poder de convocatoria del candidato era mayor que el de la cantante, o viceversa. “Somos fans de los dos, por supuesto, pero estamos aquí por Biden, hemos hecho campaña por él, hemos pedido el voto puerta a puerta estas últimas semanas, porque no se puede desperdiciar ni una sola papeleta”, decía Arnold.
Aunque Biden celebrará este lunes un acto más en Pensilvania —tan determinantes son los votos de este Estado (20 compromisarios, el segundo con más peso tras Florida) que los dos candidatos lo recorrieron el lunes de punta a punta—, el cierre de campaña de Pittsburgh sonó a traca final, y eran conscientes de ello los centenares de personas que, arrebujadas en mantas y con termos de café, vitoreaban dando saltos —también de frío— los eslóganes que vomitaban los altavoces. Una pantalla de vídeo gigante repasaba los momentos estelares del candidato, mientras en off la vocecita infantil de Lady Gaga, y una selección de sus canciones, animaba la espera. Como en los actos de campaña previos de Biden, solo un grupo de escogidos automovilistas pudo acceder al recinto, pero se perdieron la fiesta tras las vallas de la policía: vendedores de camisetas a 10 dólares, perros con banderolas demócratas, émulos del Tío Sam con sombreros de copa y pijamas de barras y estrellas y un ambiente electrizante de ilusión y necesidad de cambio.
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“Lo primero que tiene que hacer cuando llegue a la Casa Blanca es frenar la pandemia”, decía Francesca, optometrista de 30 años, “de hecho si es lo único que hace para mí ya habrá sido bastante”. A su lado, la gorra de visera de Jennifer Tracy lo decía todo: “Fuck Trump”. “Esto no ha sido un Gobierno, ha sido una vergüenza, Trump ha hecho avergonzarse a América ante el mundo. Mi hija sirve en la Armada, en una base en San Diego, y ha estado horrorizada estos años pensando que les podía meter en cualquier guerra, sobre todo cuando mató a aquel iraní [el general Qassem Soleimani] en Irak. Pero qué se puede esperar de un histrión ignorante y racista, al frente de un Gobierno de amateurs donde no ha habido un solo profesional”, explicaba Tracy, para quien la prioridad de una hipotética Administración demócrata es un mando federal único para combatir la pandemia (una de las promesas de Biden).
Más que los méritos del demócrata, se destacaban los deméritos de Trump, algunos de cuyos simpatizantes intentaron provocar algaradas en uno de los accesos al recinto. Pero pudo más el engrudo del monumental atasco y el despliegue ubicuo de policías, y la tensión no pasó a mayores. Porque el ambiente era de optimismo y de fiesta, pese a la humedad gélida procedente del río que abraza en un meandro el estadio. Todos los presentes aseguraban haber votado ya, como los 100 millones de estadounidenses que se han pronunciado, “porque Pensilvania es la única esperanza azul [color del Partido Demócrata] en un mar de color rojo en Estados vecinos”, decía Francesca bajo varias mantas.
“Llegó el momento de levantarse y recuperar nuestra democracia, podemos conseguirlo”, prometió Biden, ahogado por el sonido de los cláxones. Aseguró que a Trump le quedan horas en la Casa Blanca, porque ha fallado en proteger al país de la pandemia —contra la que anunció “un plan nacional de mascarilla, distancia social, test y rastreos”— “y ha echado gasolina al fuego de los incidentes raciales”. Aunque por la mañana se reunió con representantes de la comunidad afroamericana, clave también en el voto local, la mayoría de los congregados en torno al estadio eran blancos. Esos blancos trabajadores de mono azul que en 2016, golpeados por la gran recesión y la deslocalización de fábricas, sucumbieron a los cantos de sirena de Trump. Los mismos a los que varias furgonetas con retratos del candidato apelaban unas horas antes: “Biden va a proteger a las familias trabajadoras de Pensilvania”. Como repitió él mismo por enésima vez desde el estrado, produciendo y fabricando en América: “Nuestro futuro se forjará aquí, en América; exactamente aquí, en Pensilvania, la espina dorsal de esta nación. Porque es la gente trabajadora la que ha construido este país. La clase media ha creado este país, y los sindicatos [con los que se reunió por la mañana] han creado la clase media”. Un mensaje dirigido al corazón del electorado suburbano y de zonas industriales de los alrededores de Pittsburgh que, por una noche, se sintió convidado de honor a la fiesta.