Por Jorge Ramos
Tengo el honor de haber sido expulsado de una conferencia de prensa de Donald Trump por tratar de hacerle una pregunta. Su guardaespaldas me sacó. Ocurrió el 25 de agosto del 2015 en Dubuque, Iowa, durante la primera campaña presidencial de Trump. Lo que pasó ahí ya demostraba que estábamos frente a un populista, un bully, un antiinmigrante y una amenaza para la libertad de prensa y la democracia.
Pero pocos escuchaban. Periodistas, políticos, votantes desilusionados, y los nuevos y entusiastas seguidores de Trump le estaban dejando abierto el camino a la Casa Blanca sin ningún escrutinio. Y ese fue un gran error. Ignorar esa temprana y clarísima advertencia le costó muy caro a Estados Unidos.
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Todo comenzó cuando Trump llamó criminales y “violadores” a los inmigrantes mexicanos el mismo día en que anunció su campaña electoral, a mediados de junio del 2015. Esos eran unos inaceptables comentarios racistas. Así que, como cualquier periodista, le escribí al nuevo candidato y le solicité una entrevista. Pero en lugar de responderme, publicó mi carta en Instagram incluyendo mi número de teléfono. (Recibí cientos de llamadas y textos, ninguno de Trump, y tuve que cambiar de número).
Lo que no cambió fue mi determinación por cuestionarlo y demostrar que era falso lo que decía sobre los inmigrantes.
Eso nos llevó al choque en la conferencia de prensa en Iowa. Así ocurrió. Busqué una pausa en los comentarios de Trump, levanté la mano, dije que tenía una pregunta sobre inmigración, me paré y comencé a preguntar. Trump pretendió no verme y apuntó a otro periodista. Pero yo seguí adelante con mi pregunta. “¡Siéntate!”, me ordenó tres veces. No le hice caso. “No te he dado la palabra”, dijo Trump, “regrésate a Univision”. Esa era la versión trumpiana del insulto racial: “Go back to your country” (regrésate a tu país).
Trump hizo una señal con su boca, una especie de beso volado, y su guardaespaldas se puso frente a mí, empujándome hasta que me sacó del lugar. Mientras, le decía que no me tocara y que yo tenía derecho a hacer una pregunta. Afuera de la sala, uno de los seguidores de Trump me dijo: “Lárgate de mi país”, sin saber que yo también era ciudadano de Estados Unidos. El odio es contagioso.
De todos los reporteros que estaban presentes, solo Kasie Hunt de MSNBC y Tom Llamas de ABC News me defendieron frente al candidato y lo forzaron a que me dejara regresar a la sala de prensa. Lo hice minutos más tarde y, finalmente, pude hacer algunas de mis preguntas. David Gergen, asesor de cuatro presidentes, citado en un artículo de The New York Times, dijo que “uno de los recuerdos que van a quedar de esta campaña es ese intercambio”.
Tras el enfrentamiento con Trump recibí la solidaridad de varios periodistas. Pero, al mismo tiempo, algo raro y peligroso estaba pasando. El incidente no cambió la cobertura periodística ni la permisiva conducta hacia Trump.
Al contrario. Poco a poco se estaba normalizando el grosero, abusivo y xenofóbico comportamiento de Trump. Algunos miembros de la prensa parecían fascinados con el fenómeno Trump. Otros pensaban, equivocadamente, que pronto cambiaría. Pero la actitud que prevalecía era esta: así es Trump y hay que cubrirlo, no importa lo que diga.
Y lo que decía era una afronta a la idea de igualdad en la Declaración de Independencia. Su insistencia de construir un muro en la frontera, y que lo pagara México, se sumaba a la de “echarle un vistazo” a la idea de cerrar mezquitas en Estados Unidos, como dijo en una entrevista en Fox Business. Esto venía de una candidato que en el 2011 aseguró en la radio que el entonces presidente Barack Obama “no tenía un certificado de nacimiento”. (Eso, por supuesto, era falso; Obama había nacido en Hawaii.) Nada era normal.
A pesar de lo anterior, varios periodistas buscaban acceso constante al candidato y algunos medios transmitían, a veces sin críticas ni contexto, muchos de sus alucinantes comentarios. Sí, Trump era bueno para los ratings, pero no para el civismo ni para una sociedad democrática.
Y lo dije muchas veces. En una entrevista con CNN comenté que Trump estaba “promoviendo el odio” y en una conversación con Terry Gross en NPR le aseguré que lo que me había ocurrido era “un ataque a la libertad de expresión en Estados Unidos”. Si Trump me atacaba a mí, podía después atacar a otros periodistas. Y lo hizo llamándonos “enemigos de la gente”.
Todo esto contribuyó a que, sorpresivamente y contradiciendo las encuestas, Trump ganara las elecciones presidenciales del 2016 con 306 votos electorales. A pesar de sus comentarios racistas, antiinmigrantes y sexistas (en la cinta del programa Access Hollywood) obtuvo más de 62 millones de votos.
En los convulsivos cuatro años de Trump en la Casa Blanca, el presidente separó a miles de niños de sus padres en la frontera, no condenó a grupos separatistas blancos -en una protesta en Charlottesville dijo que había “gente buena de los dos lados”, y extendió su influencia por años al escoger a tres jueces conservadores para la Corte Suprema. Pero terminamos su presidencia con una tragedia: más de un cuarto de millón de muertos y 13 millones de contagiados por su irresponsable y errático manejo del coronavirus.
No tenía que ser así.
Todas las señales de alarma estaban ahí desde el 2015: la intolerancia, el culto a la personalidad, la vana costumbre a ser obedecido, las mentirotas y las mentiritas, la indiferencia a la ciencia y los datos, la ignorancia hecha dogma, la arrogancia ante los distintos. Varios periodistas -sobre todo los que hemos trabajado en América Latina- lo vimos y lo denunciamos. Allá estamos malacostumbrados a los hombres fuertes y a sus abusos de poder. Pero aquí no fue suficiente. No nos hicieron caso.
Estados Unidos jamás será una tiranía. El balance de poderes ha sobrevivido muy bien por más de dos siglos. Pero las celebraciones que vi en las calles de Washington y otras ciudades estadounidenses tras la derrota de Trump me recordaron tanto lo que viví en Nicaragua tras la caída del sandinismo en 1990 y en el 2000 en México luego de 71 años de la “dictadura perfecta” del Partido Revolucionario Institucional (PRI).
Son fiestas de desahogo, casi de venganza. El bully se va. Quien dictó abusivamente la vida pública por tanto tiempo ya no estará más. Ya no habrá que verlo, oírlo ni leer sus tuits. Se siente como si te quitaran un gran peso de encima.
Pero hay que reconocer que los periodistas también nos equivocamos. Debimos haber sido más críticos y exigentes con Trump, cuestionar cada una de sus mentiras e insultos, y no dejarlo salirse con la suya cuando hacía comentarios racistas y xenofóbicos. Nunca más podemos dejar que alguien se invente una realidad paralela para llegar a la presidencia de Estados Unidos. Nos faltaron muchas preguntas duras a tiempo. Lección aprendida.
Quizás la pandemia es lo que acabó con la divisiva y conflictiva presidencia de Trump. Pero todo pudo evitarse si hubiéramos puesto mayor atención -y resistencia- a las palabras y a los gestos del candidato de piel naranja que bajó en unas escaleras doradas de la torre Trump en Nueva York en el 2015.
No nos quisieron oír.
Nota : La presente pieza fue seleccionada para publicación en nuestra sección de opinión como una contribución al debate público. La(s) visión(es) expresadas allí pertenecen exclusivamente a su(s) autor(es) y/o a la(s) organización(es) que representan. Este contenido no representa necesariamente la visión de TD o la de su línea editorial.