Por Nelson Encarnación
Durante décadas el Gobierno de los Estados Unidos ha paseado su hegemonía por todo el mundo, particularmente por América Latina, trazando pautas de cómo deben de realizarse las elecciones, y en muchas ocasiones han sido partícipes de abortar procesos cuando se perfila ganador un candidato que no es de su agrado.
En ese talante, Estados Unidos ha certificado o descalificado elecciones en función de sus intereses particulares, los que no siempre van en la misma dirección en que marchan los intereses de estos pueblos.
Sin embargo, 2020 marcó un punto de quiebre en esa conducta de perdonavidas en materia electoral, pues el presidente-candidato Donald Trump se ha encargado de derribar esa moral que se atribuía la nación norteña, en el sentido de que sus elecciones eran a prueba de cuestionamientos.
Luego del arrebato del republicano, que ha llenado de dudas la idoneidad de la democracia electoral, Estados Unidos ha perdido toda autoridad para andar por el mundo enmendado planas cada vez que unos comicios no favorecieron a sus pupilos.
Es cierto que Trump es un mal perdedor—de hecho, se le considera alguien que no admite perder en nada—y que todos los estados han certificado el resultado a favor del presidente electo, José Biden.
Pero la prédica del magnate contra las elecciones ha calado tanto, que muchos senadores y representantes han adelantado que no certificarán el resultado electoral general cuando sea sometido este miércoles a la validación del Congreso.
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Se sabe de antemano que eso no prosperará. Pero, aun así, ha causado una herida profunda a la histórica fama del país de celebrar elecciones “libres, justas y competitivas”, el sambenito con el cual el Gobierno estadounidense ha manipulado a otros países.
La mancha que Trump ha plantado en el sistema electoral norteamericano es tal, que ha conseguido hacerles creer a más de 70 millones de personas que votaron por él, que ha sido víctima de un fraude, aun cuando no ha podido probar una sola de sus alegaciones.
Para millones de esos electores radicalizados por Trump, los alegatos de su líder son palabra divina, pues él los ha envenenado con una sistemática prédica incendiaria haciendo galas de sus dotes de gran manipulador mediático.
Si bien a las 11:00 de la mañana del 20 de enero Trump figurará en las páginas de la historia de la nación estadounidense sólo como el presidente número 45, el hueco en la moral del país es tan grande que pasarán años para que ese papel autoasignado de veedor electoral del planeta se pueda recomponer.
Y dicho con total franqueza, sería mejor que se quedara así, pues de ese modo estos países bajo su monitoreo electoral dejarían de ser pisoteados.
Luego de este accidentado proceso, enlodado por la conducta arrogante de un advenedizo en la política que se creía ganador a toda costa, es probable que Estados Unidos evalúe si es posible seguir creyéndose dotado del designio de otorgar dispensas o enjuiciar a todos los demás países que no se avienen a sus postulados.
Creo que el sistema político de los Estados Unidos no agradecerá jamás la irrupción de Trump, un auténtico elefante en vitrina.