Por Augusto Manzanal Ciancaglini
Entre el coro de la propaganda oficial rusa que dirige Vladimir Putin, un balde de realismo frío mediante una voz veterana, la del coronel retirado Mijaíl Jodariónok, decide sorpresivamente romper la dinámica y manifiesta su preocupación: “La principal deficiencia de nuestra posición político-militar es que estamos en plena soledad geopolítica y, aunque no queramos admitirlo, prácticamente todo el mundo está contra nosotros, y tenemos que salir de esta situación”.
Otros como el checheno Ramzán Kadýrov, aun reconociendo algunos errores al principio, compensan las dudas subiendo la apuesta; los enemigos ya no son los herederos de Hitler, sino los mismísimos acólitos de Lucifer, y proclama: “Vamos a liberar Ucrania de estos demonios”.
Serguéi Lavrov, ministro de Asuntos Exteriores de Rusia, representa el altavoz de todo este tránsito del ánimo ruso a través de aislamiento, victimismo y dureza.
Desde el punto de vista militar, el avance inicial ha sido una muestra más del típico sacrificio ruso, pero inconsciente; semejante atolladero de tanques parece algo exagerado como maniobra de distracción, incluso para los rusos.
La moral de las tropas y la ayuda occidental por medio de armas como los drones o los lanzamisiles Javelin han dado fuerza a Ucrania para resistir, aunque los rusos luego han planteado una guerra más efectiva al centrarse en el Dombás mediante artillería para arrasar.
La figura de Volodímir Zelenski y su despliegue mediático, además de la confirmación encarnada de que Ucrania se desliza inexorablemente a través del espectáculo de Occidente, añade peso a la empatía hacia un invadido que se ha defendido heroicamente sufriendo matanzas como la de Bucha. Mientras tanto, la imagen de Rusia se ha hundido tanto como su buque insignia, el Moskva.
A nivel económico dicha imagen deteriorada se vuelve más tangible. Al propio menoscabo con las sanciones y la bajada de las ventas de energía a Europa, se le suma las limitaciones de las exportaciones de Ucrania, lo cual ha provocado una crisis alimentaria mundial en un ambiente de inflación en ascenso.
Por su parte, Estados Unidos, bastante bisecado por dentro, mantiene su presencia omnímoda por fuera: toma la invasión de Ucrania como una guerra subsidiaria, no deja de provocar a China y refresca su liderazgo en Europa.
Uno de los supuestos motivos de la invasión era evitar 1576 km más de frontera con la OTAN, las consecuencias con el ingreso de Finlandia y Suecia representarán 1340 km y Kaliningrado rodeado por un mar Báltico más atlántico.
Aunque Rusia conquistara Ucrania o su franja sur absorbiendo inclusive Transnistria, los beneficios podrían no rebasar los perjuicios a corto y mediano plazo. Con todo, en el fondo el gran propósito de Moscú, pase lo que pase, es simplemente recuperar cierta relevancia geopolítica, aun cuando esta sea relativamente solitaria.
Los jinetes siempre han estado galopando por el mundo y últimamente no dan respiro: sacarse la mascarilla para ponerse el casco y encontrar un plato vacío. De todas formas, esto no inaugura una época apocalíptica, siempre y cuando la invasión rusa de serie Z no desemboque en el comienzo de la tercera guerra púnica moderna.
Como sea, tanto una negociación, por medio de Turquía, como una guerra crónica podrían derramarse con forma de mentira conveniente entre la histeria de la propaganda oriental y la confusión occidental: Moscú mantiene la ilusión de ser una potencia global en un mundo multipolar y Washington se convence de que puede domesticar a todo aquel que desafía su hegemonía incontestable. Así se continuará rodando por esta tibia guerra fría sin caer en una guerra total.