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La derrota de Trump daña su aura y transforma la campaña

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 Ben Carson y  Donald Trump precandidatos republicano a la presidencia de EE.UU.
Ben Carson y Donald Trump precandidatos republicano a la presidencia de EE.UU.

La derrota del magnate y showman Donald Trump en Iowa resuelve el gran misterio de los últimos meses. Sí, Trump —el hombre que alardeaba de ganar siempre, lo que era la máxima garantía de que con él en la presidencia Estados Unidos volvería a ganar— es mortal. Su aura invencible, que irritaba y asustaba por partes iguales, se diluye tras perder en los caucus o asambleas electivas del lunes ante el senador por Texas Ted Cruz, un conservador ortodoxo que contó con el respaldo de la derecha cristiana.

La campaña del Partido Republicano para suceder al demócrata Barack Obama en la Casa Blanca entra en una nueva etapa. Después de Iowa, el lunes, el próximo Estado en votar es New Hampshire, el 9 de febrero.

Ni Iowa ni New Hampshire —dos Estados pequeños: 3,1 y 1,3 millones de habitantes, respectivamente, en un país que supera los 300 millones— deciden la nominación, pero sirven para descartar candidatos, y resuelven incógnitas.

La incógnita de esta campaña era el fenómeno Trump, un político no profesional más conocido por sus rascacielos, sus casinos y sus reality shows que por sus ideas. Irrumpió en verano como un opni, un objeto político no identificado. Congregaba multitudes en sus mítines, monopolizaba horas y horas de televisión y lograba mantenerse contra los pronósticos en lo alto de los sondeos con una retórica ofensiva y un estilo imprevisible que desafiaba cualquier norma de urbanidad cívica y electoral. Mezcla de bufón y de demagogo, su ascenso descolocó al mundo político y mediático. En una era de descontento con las élites, sabía tocar las teclas adecuadas.

Faltaba someter el fenómeno a la prueba infalible de los votantes. Primera conclusión: Trump no es un globo que haya pinchado. Quedar segundo en Iowa no debería ser un mal resultado para un multimillonario neoyorquino que se ha negado a hacer campaña como es preceptivo en este Estado: puerta a puerta, con largas jornadas de carretera y noches de motel.

Pero es un pésimo resultado teniendo en cuenta las expectativas que él había alimentado y que todos —él, los medios, los rivales— habían inflado.

 El globo no ha pinchado, pero desciende a la tierra. Trump decía a los votantes, puesto que siempre había triunfado en la vida y los negocios, que si le llevaban a la Casa Blanca, Estados Unidos volvería a ganar tras años de declive. No había peor insulto, en su diccionario, que loser, perdedor. Él creaba en sus seguidores —muchos de ellos, blancos de origen europeo golpeados por los sucesivos vendavales que han azotado a las clases medias de este país— la ilusión de que dejarían de ser losers para volver a ser winners (ganadores). Pues bien, por primera vez, Trump es loser, y esto es una derrota doble. Derrota, primero, en el recuento: Cruz obtuvo un 27% de votos. Trump, un 24%. El senador por Florida, Marco Rubio, casi lo iguala, con un 23%. Trump, y esta es la segunda derrota, ha perdido otra cosa en Iowa: la magia, el talento para desmentir reiteradamente las previsiones sobre su caída.

La culpa, de la prensa

Cruz, hijo de un pastor protestante cubano, le derrotó gracias a una organización férrea y a la movilización de los protestantes evangélicos, que en Iowa representan un 60% de los votantes republicanos. Existen dudas sobre la capacidad de Cruz para captar votos de republicanos moderados en otros estados.

En una serie de mensajes en la red social Twitter, Trump culpó a la prensa de interpretar mal los caucus de Iowa: en su opinión, quedar segundo es un buen resultado. Y acusó a los propios votantes de no valorar que él se haya financiado su propia campaña, en vez de recibir dinero de donantes.

Trump no está acabado: es favorito en New Hampshire y apela a un descontento que es real. Pero ya no es infalible: es posible que su estilo de bully, de abusón de patio de recreo o de acosador, sea menos efectivo. Ha descubierto que una campaña electoral, en Estados Unidos, es más compleja que un reality show o una operación inmobiliaria en Manhattan.