Los escombros ya no bloquean las calles de Puerto Príncipe, sacudida hace cinco años por un terremoto de 30 segundos y 7 grados de magnitud en la escala de Richter, que mató a unas 300.000 personas y dejó sin casa a millón y medio de haitianos. Pero a pesar de la voluntad expresada por el mundo para ayudar a Haití y a sus instituciones a sobreponerse del golpe, poco se ha construido —o reconstruido— sobre lo devastado. El país más pobre y desigual del hemisferio, y su frágil democracia, siguen demasiado ocupados en sobrevivir.
Del millar y medio de campamentos establecidos en 2010 para albergar temporalmente a las familias desplazadas por el terremoto, aún existen 123 y viven allí más de 85.000 que, en su mayoría, no tienen acceso a agua potable, disposición de residuos o electricidad, o están en riesgo de sucumbir al próximo desastre natural. En más de la mitad de estos campos no hay siquiera letrinas y donde las hay, cada una la comparten unas 80 personas. “Las condiciones de vida en los campos siguen siendo extremadamente precarias. La provisión de servicios esenciales ha ido disminuyendo progresivamente a lo largo de los años, debido a la reducción del financiamiento y a que se le da mayor prioridad al cierre de los campamentos”, alerta Amnistía Internacional en un informe difundido este mes sobre la negación del derecho a una vivienda adecuada para las familias afectadas por el seísmo.
El grueso de quienes han abandonado los campamentos no lo ha hecho para mudarse a una vivienda segura. La mayoría regresó al lugar donde antes estuvo su casa o fue desalojada a la fuerza, y un tercio de ellos recibió subsidios de instituciones públicas y privadas para pagar una renta. Ni antes ni ahora ha habido techo para todos, pues el año del seísmo que dejó sin hogar a 1,5 millones de personas, el déficit de viviendas en la zona metropolitana de Puerto Príncipe ya superaba el medio millón. Y en los cinco años transcurridos desde el terremoto, todas las organizaciones internacionales presentes en Haití han construido solo 9.000.
La conclusión a la que han llegado los países y organizaciones involucrados en la construcción de refugios y viviendas para las familias desplazadas, como el Gobierno de Estados Unidos, es que sus planes iniciales eran demasiado ambiciosos. “Esperábamos que muchos más donantes se presentaran y se asociaran con nosotros para construir nuevas casas, nuevos asentamientos, pero esos fondos no se materializaron”, admitió Elizabeth Hogan, secretaria interina de administración de la oficina para América Latina y el Caribe de la Agencia Internacional de Estados Unidos para el Desarrollo (USAID, por sus siglas en inglés), el pasado 8 de enero. EE UU, uno de los países que más fondos ha aportado tras la emergencia, planeaba construir 15.000 casas, pero en cinco años solo ha levantado 2.600; entre otras razones, porque los costos eran tres veces más elevados de lo que preveían.
En la medida en que estos campos han sido desmantelados, la zona metropolitana de Puerto Príncipe ha ido creciendo hacia el norte. Más de 200.000 haitianos se han mudado por cuentagotas a barrios improvisados en los sectores de Canaan, Jerusalem y Onaville, a una decena de kilómetros del centro por la carretera que conduce a las fosas comunes de Saint Christophe de Titanyen. Allí están enterradas miles de víctimas del terremoto y de la epidemia de cólera que estalló en octubre de 2010 y que ya ha matado a más de 8.700 haitianos. Oficialmente estas personas ya no forman parte de la lista de desplazados por el seísmo, y por tanto ya no están en el foco de la asistencia internacional. Tanto el Gobierno como los donantes internacionales han prometido aportarles asesoría y algo de financiamiento para que construyan nuevas casas por su cuenta.
En números gruesos, los haitianos son hoy menos pobres de lo que eran hacen una década. Según una encuesta publicada en diciembre por el Banco Mundial, la pobreza extrema en Haití ha disminuido del 31% en el año 2000 al 23,8% en 2012. Pero el 70% de la población total es pobre a secas o vulnerable de volver a caer en la pobreza, cada vez que un desastre natural o la enfermedad vuelva a golpearles.
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